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No Soñarás - El Maestro de los Sueños - Primeras Veinte Páginas


Primer Capítulo de No Soñarás.
Encuéntralo en Amazon, próximamente.





No Soñarás
El Maestro de los Sueños




Escrito por
Miguel Falcón







Quien conoce los miedos del mundo, se convierte en su dios.



No se deje engañar: ¡Usted se encuentra dentro de un sueño!



Allá donde creemos estar ante un enemigo invencible, se halla siempre la salida.


Pain is the link, Pain is the answer.


La búsqueda del éxito es común en la especie humana. Estamos predestinados a dejarnos cegar por él, también en un sueño.


Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando…
−Pedro Calderón de la Barca−.


Prólogo


Es muy habitual soñar que mueres y despertarte tan solo un instante después.
No es agradable despertarse muerto, es doloroso.

Cuando tenía diez años ya era diferente a cualquier otro compañero de clase, o incluso a cualquier otro niño. A mis padres les decía que me iba a la playa con mis amigos para encerrarme en la biblioteca pública y poder estudiar como un poseído, no tenían que vigilarme para que terminara los deberes o la cena, y me iba a la cama sin rechistar siempre un poco antes de la hora. Los obedecía siempre, a pies juntillas. No pasé por las etapas de egocentrismo y mentira, como posteriormente tampoco pasé por la edad del pavo, ni busqué con ansia conseguir el estatus y romper las reglas como sucede en la etapa de la rebeldía.
¿Qué clase de niño hace esas cosas?
Ningún niño normal. Por eso tuve más hermanitos, porque mis padres sintieron que, de alguna forma, en mi caso no habían tenido un hijo corriente, por así decirlo, un niño al cual reñir, a quien imponer reglas y pautas de comportamiento. No se equivocarían si pensaran en mí como en un superdotado.
Pero soy algo más que eso.
Tenía prisa por irme a la cama porque mientras dormía, insertaba en sus mentes las órdenes que debían darme al día siguiente. Así era más fácil.
Porque yo puedo introducirme en los sueños de cualquier persona.



Capítulo 1


Año 2139.
Son días oscuros.
Los expertos vaticinaban que las emisiones de ceniza del volcán italiano seguirían bloqueando la luz solar durante al menos tres semanas más. El día anterior tuvimos varias horas de luz, hoy no hubo tanta suerte. Y además llovía. Una lluvia negra e insana que ensuciaba todo cuanto se hallaba bajo el firmamento.
Terminaremos enfermando todos, pensé mientras escrutaba el lúgubre cielo tapiado de contaminación y ceniza a través de la cristalera de mi consulta.
Desvié mi atención cuatro plantas más abajo, hacia el frenesí urbanita, hacia las aceras atestadas de viandantes plastificados temerosos de tragar agua mezclada con la tierra sulfurosa del volcán; hacia los coches y motodrones que circulaban sobre el pavimento de una de las calles cercanas al centro de la Ciudad Distrito, y hacia los centenares de focos que trataban infructuosamente de disolver la oscuridad.
Volví la cabeza hacia atrás, hacia el interior del estudio reconvertido en despacho y consulta de psicología. Era práctico y funcional, aunque tampoco había espacio suficiente para que fuera otra cosa.
Los treinta metros de paredes de cemento crudo estaban adornados por decenas de diplomas que acreditaban mi especialización en el mundo de los sueños. Fijé la vista en una placa de pan de oro situada en el lugar más visible, cuya leyenda aún no me cansaba de releer:

−Ulyses Jornet. Terapeuta Onírico−

El resto de títulos académicos y universitarios convertían mi viejo despacho en algo más que el único zulo que pudo permitirse un estudiante de diecinueve años con numerosas facturas y préstamos de carrera por pagar y un futuro incierto, a pesar de ser lo que soy.
¿Y qué soy?
Nunca es fácil de resumir.
Me llamo Ulyses «Freddy» Jornet. Tengo una habilidad psíquica especial. Puedo entrar en los sueños de las personas que duermen cerca de mí. Aunque no me lo permitan.
A menudo preguntan por mi apodo, Freddy. No me gusta. Me lo puso un antiguo compañero especialmente ocurrente, licenciado en Historia Clásica, en memoria de Freddy Krueger, un personaje de ficción de la vieja América.
Éste, al igual que yo, tenía la capacidad de introducirse en el interior de la mente de los durmientes, aunque no con fines terapéuticos, precisamente.
A cambio yo me colé en sus sueños sin que se diera cuenta y programé un minuto de descontrol fisiológico en mitad de su discurso de fin de carrera, frente a dos mil profesores, estudiantes y visitantes venidos de todas partes del país, sin ningún tipo de maldad. Alguien lo colgó por Internet.
Hay cosas que no se borran jamás, como mi apodo u orinarse en público.

Aunque todo quedaba grabado e informatizado, aún mantenía una estantería completa de archivos en papel y diversos tomos de psicología impresos sobre el mismo anticuado material. Ayudaban a formar una imagen de competencia. También contaba con reproducciones de Picasso y Dalí y algún otro adminículo ornamental que, junto con la luz de intensidad regulable, reforzaban el entorno surrealista y onírico adecuado para este tipo de actividades.
Retiré la mirada del cielo encapotado cuando mi próximo paciente, el señor Auster −como el escritor−, hacía entrada en mi consulta acompañado de su mujer. Me acerqué para recibirles afectuosamente y para pedirles que tomaran asiento.
−Bienvenidos. Si me lo permiten comenzaré regulando la intensidad lumínica para que la melatonina se active y nuestro cerebro nos induzca al sueño de forma natural.

Los Auster eran una pareja de mediana edad y rostro cansado, de esos que no se separaban ni para recoger el periódico por la mañana. Mi cliente era el señor Auster, directivo de una empresa dedicada al sector de los efectos audiovisuales para diversos medios como el cine, televisión, publicidad y eventos. Parecía un hueso.
No tenía que estudiar psicología para percibir la desconfianza con que me miraba, seguramente a causa de mi edad y las dimensiones de mi consulta.
−Necesito al mejor psicólogo −afirmó en tono brusco y a quemarropa.
Su mujer le empujó discretamente en el hombro para recriminar su falta de cortesía.
Pensé que si él fuera el mejor paciente no necesitaría a ningún terapeuta. Me abstuve de darle mi opinión y me limité a sonreír como sonreiría cualquier joven psicólogo de mi edad.

Contemplé mi imagen reflejada en un diminuto espejo circular que descansaba en el escritorio con propósitos decorativos. A pesar de que mi mirada reflejara mayor madurez, la juventud del resto de mis rasgos se volvía en mi contra, y muchos de mis pacientes no tardaban en reprochármelo.
De poco servía que hubiera planificado cuidadosamente un aspecto más maduro, una perilla bien perfilada y media melena oscura pulcramente recogida. Estos rasgos mediterráneos y proporcionados no me convertían en un galán de película, aunque algunas afirmaran que poseo cierto atractivo intelectual. Pero en definitiva, lo que contaba era lo que percibían mis clientes, y no dejaba de ser cierto que mis diecinueve años no ayudaban a consolidar la imagen de resolutivo especialista que se describía en el anuncio que contraté en los periódicos digitales:

Terapeuta Onírico. Noventa y nueve por ciento de eficacia en el tratamiento de traumas, depresiones y adicciones.

Tenía que trabajar mi campaña de publicidad. De cualquier modo y pese a las reservas iniciales, desde que abrí la consulta nadie tuvo queja de mí, aunque no habían pasado muchas semanas de aquello.
Le pedí al señor Auster que se recostara en el diván y le ajusté el casco onírico, un sofisticado artilugio idéntico al que yo me pondría y que actuaría como receptor. Ambos se unían mediante una serie de cables y sensores de apariencia futurista que facilitaban la transmisión en ambos sentidos.
Al menos esa era la teoría.
Lo que no sabía el señor Auster era que, en realidad, para acceder a su mente no necesitaba de ningún tipo de hardware, artilugio o cualquier otra parafernalia física. Sin embargo, para resultar creíble debía obedecer a cierto tipo de liturgia que mezclara la mitología tradicional con retazos de películas de ciencia ficción, de forma que el proceso resultara más comprensible para mis pacientes.
Tenía que convencerles de que era científicamente capaz de introducirme en sus mentes y, de alguna manera, todo eso de los cascos, los cables y los sensores le conferían veracidad a todo el proceso.
Ocultar la verdadera naturaleza de mis habilidades obedecía a un fin concreto, pues si fueran de dominio público me convertiría en el enemigo nacional, y los enemigos nacionales encerrados contra su voluntad en laboratorios estatales difícilmente logran pagar sus facturas de carrera.
Ninguno de los especialistas a los que visitó anteriormente el señor Auster pudo hacer nada por él, así que acudió a mí como paso previo antes de recurrir a la sarta de ocultistas y videntes de medio pelo a los que acuden quienes están demasiado desesperados y no encuentran solución en los profesionales serios. Afortunadamente para mi incipiente negocio, los desesperados se cuentan por millones, sin importar cuál sea su extracción social. Buenos profesionales, no tantos.
−¿No quiere saber cuál es mi problema?
−Lo sabré en su momento. Ya sabe cómo va esto. ¿Necesita que le suministre un sedante suave para inducirle al sueño?
−No lo creo. Ahora mismo llevo más de dos días sin pegar ojo.
Su mujer se dirigió a la sala de espera, donde podría contemplar de primera mano la aburrida sesión de terapia onírica. El señor Auster y yo nos dormimos y nos internamos en nuestros propios sueños.
Una vez me encontré en mi sueño, penetré en el pasillo desde el cual podía acceder a los distintos soñadores que se encontraran a mi alcance en ese momento.
Carl Jung lo definió perfectamente. Lo que veo es exactamente eso, una puertecilla escondida en el alma, con la particularidad de que yo la veo multiplicada por todos los durmientes que se encuentran a unos treinta metros a la redonda. Ahí es donde entra en juego eso que antes se denominaba «telepatía».
Cruzo la puertecilla que me interesa y acto seguido me encuentro en los sueños de otra persona.
La primera puerta con la cual me encontré no era de colores apagados como las otras, sino de un color blanco muy intenso. Supe enseguida que ese era mi objetivo.
El escenario del sueño del señor Auster estaba formado por un corredor blanco, paredes blancas, suelo blanco, techo blanco, un blanco tan brillante que incluso, en cierto sentido, dañaba a la vista. Podía escuchar el sonido seco de mis propios zapatos mientras caminaba por el pasillo. Al llegar al final desemboqué en una amplia habitación también blanca, y en ella había una mujer con un niño en brazos.
El niño, encorsetado por amplios pañales, tenía unos doce meses, o al menos esa era la edad que estimaba mi cliente. Podía escuchar todo lo que pensaba el señor Auster. Su mujer, unos veinte años más joven, sostenía al niño junto a su pecho, pero el briboncillo hacía grandes esfuerzos por separarse de ella. Estaba excitado por los llamamientos del señor Auster, ansioso por recorrer lo antes posible los pocos metros que restaban para alcanzar los brazos de su progenitor, quien se encontraba de rodillas en el suelo, justo a mi lado, haciendo aspavientos y carantoñas para llamar su atención. Eso hacía que el niño se volviera aún más ansioso. Los pequeños pies del niño tocaron el suelo blanco como la leche, y su madre lo ayudó a mantenerse de pie sosteniéndolo por los deditos de ambas manos.
−Corre, rápido. Tienes que ser el más rápido−, le cantaba el señor Auster, quien se mantenía arrodillado hasta su altura, a pocos metros de distancia.
El niño sonriente se atrevió a dar el salto. Se soltó de las manos de su madre, tambaleó unos pasos intentando avanzar sin caer, y su mano se aferró al suelo con seguridad, para no perder el equilibrio.
Soltó una infantil risotada contagiosa, de esas carcajadas infantiles que hacen felices a quienes los rodean.
El señor Auster volvió a animarle.
−Corre, Oscar, tienes que ser el más rápido.
El niño estuvo muchos segundos esforzándose por mantenerse de pie, y cuando sintió la suficiente confianza en sus movimientos, volvió a emprender lo que para él era una verdadera travesía de varios metros. Volvió a caminar tan rápido como se lo permitían sus pequeñas extremidades inferiores. Su inmensa sonrisa y sus brazos llenos de energía trasmitían una indescriptible felicidad.
El pequeño Oscar Auster volvió a trastabillarse, y antes de que llegara al suelo, comenzó a arder. El coche ardió, el árbol también ardió. Ese niño era un adulto que luchaba por salir del coche en llamas, a punto de explosionar.
El señor Auster era testigo de todo su sufrimiento, podía ver como se quemaba su piel y podía escuchar el llanto de su boca llena de combustible ardiendo, pero no podía hacer nada, no podía acercarse. Una espesa barrera de fuego abrasador se interponía en su camino.
Gritaba, lloraba desesperado, de rodillas. Ya no quería que fuera el más rápido. Sólo quería que saliera de aquel coche en llamas que él mismo le había regalado. Ya no era un bebé, ya no se encontraban en una habitación blanca.
El señor Auster estaba convencido de que él lo había matado. Lo había hecho animándolo cada día a ser el más rápido, comprándole coches cada vez más potentes, felicitándolo tras cada carrera, cada vez que se atrevía a arriesgar un poco más de lo aconsejable.
Todas las personas a su alrededor ardían y gritaban, y no podía hacer nada. Corre Oscar, tienes que ser el más rápido. Gritaba en medio de un llanto confuso y lastimero mientras su hijo seguía ardiendo, suplicando su ayuda. A su cuerpo se sumaron los lamentos de otros muchos cuerpos cuyas voces lo atormentaban aún más...
Comencé a preocuparme. El señor Auster comenzaba a perder los nervios. Podía escuchar como se le disparaban los latidos de su corazón, y no sería bueno para el negocio que sufriera un infarto en mi consulta.

En este caso no resultó complicado descubrir el motivo de su visita. El sentimiento de culpa por la muerte de su hijo durante una competición del Gran Prix, acelerando un poco más de la cuenta antes de una curva peligrosa.
Muchos de nosotros tenemos un enemigo o un demonio, real o irreal, que nos impide conciliar el sueño. En este caso, su demonio era su propio hijo, quien ardía frente a sus ojos una noche tras otra, eternamente.
Decidí intervenir. Agarré su mano para tranquilizarle. Él podía sentir el calor de mi piel.
−Usted tiene el control de este sueño, de su vida. Ahora el fuego desaparecerá y el agua ocupará su lugar.
Le aseguré con voz firme mientras apretaba con fuerza su mano para que apartara su atención de las llamas y la fijara en mí.
De pronto una ola de un metro de altura nos rodeó en todas direcciones. La masa se movía apaciblemente formando un círculo que se cerraba sobre nosotros, apagando todo el fuego, todos los lamentos. Las personas anteriormente en llamas quedaron inmóviles y poco a poco fueron cubiertas por las aguas.
Comprobé como el ritmo de su corazón se iba suavizando, como se tranquilizaba y se apagaban sus lágrimas al mismo tiempo que cesaban los gritos y el fuego.
Pero el mérito no se debía únicamente a la ilusión del agua.
Una vez me introduzco en un sueño, si el durmiente no lo impide, soy capaz de estimular diversas áreas cerebrales, influyo en lo que podría definirse como el sistema nauro-endocrino. En este caso me centré en el hipotálamo −que participa de forma decisiva en procesos inconscientes tan importantes como el ritmo cardiaco−, para conseguir que su sistema nervioso no solo se estabilizara, sino que además acatara todas mis indicaciones.
Tras esto, nuevamente apareció su hijo surgiendo del agua, en bañador y con un sombrero de paja en la cabeza. Bronceado y sonriente, enero del año 2130. Hallé esta escena entre sus recuerdos y decidí utilizarla, aunque el señor Auster apenas recordaba aquel día especialmente soleado en familia, nueve años atrás, en una pequeña y tranquila cala mallorquina.
Oscar ya era casi un hombre. Mostró su sonrisa radiante, y aquel brillo de luz solar terminó por consolidar la recién recobrada alegría del señor Auster.
−¡Quiero dedicarme a las carreras!
Le confió a su padre. El señor Auster parecía triste, conocedor del posible final que podría acarrear una actividad tan arriesgada.
−¿No tienes miedo?
−Miedo es vivir sin hacer lo que te gusta, y lo que a mí realmente me apasiona es vivir a toda velocidad. Y si algo me ocurriera, si muriera, lo haría plenamente consciente de que muy pocos viven y mueren haciendo lo que en realidad les apasiona. En cierto modo, todos corremos riesgos a diario. Nadie tiene la culpa de ello. La muerte es parte de la vida, y eso la hace más intensa. Yo no me responsabilizaría si tú tuvieras un accidente de camino a tu trabajo, o a una de mis carreras.
−Pero tú falleciste en una carrera, y yo... te vi arder...
Oscar contestó rápidamente, pero como si llevara preparando la respuesta durante años.
−Unos segundos, a cambio de toda una vida a toda velocidad, a cambio de una mujer hermosa que me siempre me quiso y me apoyó, a cambio de un hijo que tendrá al mejor abuelo, a cambio de trofeos y momentos inolvidables... Si lo miras de otro modo, y creo que no hay otra manera de verlo, lo que me llevo ha sido una aventura sin límites.
−No puedo arrancarme esa imagen de la cabeza, de ti sufriendo.
−Esa es la imagen que te has empeñado en conservar y reforzar en tus recuerdos. Has preferido quedarte con eso en lugar de recordarme recibiendo premios, siendo entrevistado en las televisiones, mi portada en las revistas, has preferido esa imagen a la de un hombre enamorado de una mujer, la de un hijo orgulloso de sus padres, la de un deportista que vive con intensidad cada segundo, a la de nosotros conversando en momentos como éste. Si conocieras algo de la muerte sabrías que el cerebro libera hormonas en el momento de morir, por lo que no existe dolor, ningún dolor. ¿Era eso lo que te preocupaba? Pues ahora que ya lo sabes y sabes que aquel era mi deseo y mi decisión, puedes dejar de preocuparte. Harías mejor alegrándote por todo lo bueno que viví y la felicidad que disfruté en todo momento. Quédate con eso, papá.
El señor Auster soltó mi mano y cogió la de su hijo, y luego se fundieron en un duradero abrazo. El señor Auster también lloraba físicamente.

Hice que el sueño se prolongara durante más de una hora para que el cliente despertara tras un descanso reparador.
Nadie me culparía por haber «adulterado» esos recuerdos basados en una situación real vivida años atrás, por haber utilizado mis palabras para hablar a través de su hijo.
Su hijo no era mi cliente, sino el señor Auster, el único por quien aún podía hacer algo. Pero es cierto que no sufrió antes de morir, como también es cierto que el cerebro sintetiza endorfinas en toda situación de estrés, y más aún en la que le sobrevino a él, la expiración. ¿Cómo se explicaría que una máquina tan perfecta no hubiera previsto un mecanismo similar tras cientos de millones de años de evolución? ¿Cómo nos explicamos que cuando recibimos un corte importante o se nos tuerce el tobillo, en ese momento apenas sintamos dolor? Al igual que segrega hormonas que remiten ese dolor, de igual forma actúa con todo los demás.
El cerebro ejecuta cien veces más tareas de las que podríamos imaginar, y lo hace a la velocidad de la luz.
Repasé sus recuerdos más importantes y seleccioné los mejores momentos de su vida en común para que el resto de sueños con su hijo fueran plácidos y reconfortantes. También enterré el sueño del niño ardiendo, del coche ardiendo, en lo más profundo de su psique para que jamás volviera a rememorar el sentimiento de culpa asociado a semejante pesadilla.
El siguiente paso fue introducir en su cabeza algunas frases de apoyo a modo de mantra a las que acceder con facilidad para que por fin dejara de martirizarse y aceptara que la vida y la muerte son como el día y la noche, y que no importa cuánto vives, sino cómo vives y haciendo qué.

El señor Auster despertó envuelto en un manto de bienestar. Sonrió y, mientras le retiraba el casco de la cabeza, agarró la mano de su esposa.
−Lo he visto, lo he visto de verdad −afirmó exultante.
Se fundieron en un largo abrazo, y luego me abrazó a mí. Me dijo que me debía un favor. De hecho, una de las últimas cosas que hice antes de abandonar su mente, fue insertar la «recomendación» de auxiliarme si algún día requería su ayuda.
Hay quien podría pensar que en ocasiones tal vez me comporto de forma poco ética, pero yo no lo veo así. Todos queremos un pago justo por nuestro trabajo, y yo había extraído los demonios de su cabeza, había sanado su mente. Tengo un don, pero también muchas deudas por pagar.
Un último trámite antes de finalizar la sesión. Manipulé el «asistente» que llevaba en el hombro y accioné la grabadora. Los asistentes hacían la vida mucho más sencilla desde que salieron al mercado varias décadas atrás, se habían hecho imprescindibles para todo aquel que apreciara llevar una oficina que cupiera en la palma de la mano. Casi la mitad de la población lo lleva día y noche y puede configurarse rápidamente mediante el reloj de pulsera.
El que yo llevaba en el hombro era un kit de última generación compuesto por ordenador, GPS, teléfono, cámara y proyector de imágenes que resulta de gran utilidad en innumerables aspectos. Si lo necesitaba, el teclado surgía de la hebilla del cinturón, siempre siguiendo los preceptos de funcionalidad y manejabilidad. De ahí su nombre, asistente, porque su funcionalidad excede en mucho a la del tradicional ordenador portátil. Se puede programar para grabar y registrar cada momento de nuestra vida y almacenarse en la base de datos. Había quien lo llevaba integrado en el brazo, aunque yo aún no lo veía necesario.
A fin de que la consulta quedara registrada por mi asistente le pedí al señor Auster que describiera a grandes rasgos los detalles de la sesión onírica. Habló de lo que recordaba del sueño, cómo se sentía antes y después, etc. Se trataba de una garantía jurídica con la que poder demostrar que había actuado de forma totalmente profesional, ajustándome al propósito solicitado, y que además había cumplido los objetivos previstos. Un trámite engorroso que me impedía atender a más clientes, pero prefería estar resguardado ante posibles demandas malintencionadas.



Capítulo 2


Tras la última sesión del día me preparé para abandonar mi consulta, aunque no precisamente para ir a casa a descansar. Me puse una gabardina oscura, un pañuelo que me ocultaba parcialmente la cara y un sombrero de ala ancha que, con todo lo anterior, me proporcionaba cierto anonimato y un aspecto sombrío, y salí a la calle.
Me apetecía salir a divertirme un rato tras verme liberado de mis obligaciones profesionales. ¿Pero qué es divertirse para un tipo raro como yo, un recién licenciado de mis características?
Pues no es otra cosa que introducirme en las ciénagas de la ciudad en busca de criaturas oníricas a las que estudiar con la misma discreción con que Jack el Destripador seleccionaba prostitutas para diseccionar.
Ya era de noche y había dejado de llover. Volví a toparme de bruces con el tradicional ambiente apocalíptico carcomido por los efectos de la última guerra y la ceniza volcánica.
Escuchaba el sonido narcótico de las hélices de los helicópteros que sobrevolaban constantemente la ciudad, estampidos puntuales como disparos sin control y el chirrío diabólico de alguna concertina metálica mecida al viento a pocos kilómetros de distancia.
No se escuchaban pájaros cantando, perros aullando o riachuelos corriendo encabritados hacia el mar. La naturaleza disgustada se había cansado de nosotros, y por eso nos regaló la noche eterna, la tormenta y el cisma de la tierra.
Por supuesto no tenía sueño. La principal ventaja de trabajar mientras se duerme es que se dispone de más tiempo libre. Los clientes que acudían a mi consulta aún eran escasos, así que tenía que salir por las noches a meterme en la cabeza de los durmientes para adquirir experiencia y establecer pautas generales aplicables al grueso de la población. Me sentía como Frankenstein saqueando cadáveres en la morgue por el bien de la ciencia, porque no nos engañemos: lo que yo hacía era tan ilegal o más que lo que hacía el doctor de la novela de Mary Shelley. Al menos sus víctimas ya estaban muertas.
De cualquier forma, en base a mi atuendo y a la tecnología existente, sabía que mis actividades pasarían totalmente desapercibidas, y que el único límite lo ponía mi estricta ética profesional. Básicamente me limito a aplicar mi terapia onírica a aquellos que más lo necesitan de la forma más discreta posible. Llevaba más de un año haciéndolo y nunca tuve ningún problema.
Normalmente no actuaba de forma aleatoria. Disponía de una base de datos −que obtuve de forma igualmente ilegal− con diagnósticos clínicos ampliamente elaborados. Cuando había seleccionado a un paciente, buscaba una habitación lo más cercana a su vivienda y trabajaba con él un máximo de dos sesiones. Si no tenía la posibilidad de hallar o alquilar una habitación, sencillamente dormía en calle. Casi siempre dispongo de una pequeña tienda de campaña y un saco para poder dormir en cualquier parte. A partir de ahí también puedo obtener −también ilegalmente− permiso para pasar una noche en la habitación de algún durmiente que viva solo, quien al día siguiente ni siquiera recordaría que pasé la noche durmiendo en el sofá.
Aquella noche iba a proceder de igual forma, pero ciertos gritos me llevaron a alterar mi rutina. Se trataba de una pareja que discutía agresivamente sobre no sé qué tema. La disposición de gritos, silencios y golpes me hizo suponer un caso de violencia doméstica. En circunstancias normales llamaría a la policía, pero ellos no acudirían por unos simples gritos. Lo haría si la cosa se ponía peor, pero mi corta experiencia me decía que lo mejor era esperar a que se durmieran y...

Siguiendo la pista de los gritos penetré en un callejón oscuro pero bastante concurrido del barrio viejo. Introduje mi asistente en el bolsillo para evitar que alguien pudiera sentirse molesto por la cámara incorporada a estos aparatos.
Olía a orines y a cerveza derramada. A cada metro había una mujer semidesnuda que echaba humo por la boca y vendía sus labios. Algunas tenían moretones en la cara. Hombres extraños con sombrero y rostros cicatrizados vigilaban que la carne se alquilara al precio estipulado. Un anciano decrépito y desaseado saltó de las sombras, me agarró el brazo con todas sus fuerzas y me gritó con su boca desdentada.
−¡Satanás está gobernando el mundo!
Le di un billete de diez para apaciguarlo. El viejo se dio la vuelta y se alejó a toda velocidad con el billete por delante, probablemente en busca de algún antídoto bebible contra Satanás.
Los extorsionadores de aquellos callejones me observaban con recelo. No eran de los que aceptaran la curiosidad carente de lujuria. Estaba oscuro, como casi todo el día, pero en aquellos suburbios era aún menos aconsejable permanecer en la calle de madrugada sin contar con una buena hoja de antecedentes penales. Cuando alcancé el extremo del callejón pude localizar la ventana de la cual provenían los gritos.
La fuente de la riña era un viejo edificio de ocho plantas cuya mitad inferior se había transformado en pensión, sin pedigrí.
Pedí una habitación barata para tener acceso al piso en propiedad de la pareja. Sin quitarme el sombrero y el pañuelo pagué el doble para que aceptaran una documentación falsa.
Me tumbé en la cama sin quitarme los zapatos. Dormí. Esperé... No hacía frío.

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