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Sobre Escritor en Blanco

Blog literario de Miguel Falcón.

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Todos los Últimos Deseos - Primeras páginas y otros fragmentos

Primeras páginas de Todos los Últimos Deseos

Enlace a novela

PRÓLOGO


Esta es una historia de policías, pero no esperéis conmovedores episodios de heroísmo y honor. Como he dicho, es una historia policiaca.
Pertenezco al cuerpo de la Guardia Civil −en periodo de prácticas, o lo que es lo mismo, soy eventual−, instituto armado dependiente de los ministerios de Interior y Defensa. Mi uniforme es de color verde olivo y me siento orgulloso de servir a la comunidad, pero debo ser honesto y confesar que muchos de nuestros cometidos no resultan ni agradables, ni dignos de admiración. Muchos nos odian por la severidad con que algunos de nuestros compañeros imponen sanciones en la carretera, ignorando todas las especialidades y cometidos que tenemos asignados; los delincuentes nos dicen que vayamos a buscar pateras, y los inmigrantes que vayamos a buscar delincuentes, pero todos coinciden en vernos como el medio represivo de un gobierno tirano y cruel. Creo que no hay verdades absolutas, y que cualquier opinión es definida en función del oficio o beneficio de cada cual.
Lo cierto es que los lectores se pirran por la novela negra, las series con más éxito narran las aventuras de un grupo de investigadores que son a la policía lo que las hadas a la asignatura de Historia, y las películas de cine pierden consistencia sin un par de polis duros que caminan sobre la borrosa línea y sueltan graves frases de desafío del tipo: «Puede que hoy se haya acabado tu suerte, Harry», o, «Qué se joda la puta placa, ¡pelea!», y esto sucede porque nuestra alma es principalmente, o criminal, o justiciera.
A pesar de cierta leyenda negra y antidemocrática que nos rodea, constituimos una de las instituciones mejor valoradas por el ciudadano, pero creo que es saludable que todos brindemos un loable acto de conciencia y confesemos nuestras flaquezas. Esto es lo que me dispongo a hacer, aunque implique revelar ciertas prácticas que podríamos calificar como censurables. Un agente de la ley no puede evitar sentirse sucio en algún momento de su vida por lo que ve y lo que calla; por lo turbias que pueden parecer algunas de las leyes que debe hacer cumplir; por confirmar que no siempre es el bueno quien se beneficia de ellas, y sobre todo por todos esos crímenes horribles que quedan sin resolver.
Aquel año la isla de Lanzarote recibiría la visita de los Reyes de España; acogería una importante cumbre europea con la presencia de los jefes de Estado de, entre otros, Francia, Alemania, España e Italia, y se celebrarían los cuartos de final de Copa del Rey entre el Lanzarote y el Atlético, encuentro que despertaría gran expectación. Además es necesario mencionar la indignación que producían las amenazas de prospecciones petrolíferas frente a las costas de Lanzarote y Fuerteventura, y el rechazo frontal de toda la población conejera hacia aquel atentado a su dignidad.
A pesar de todo ello creía que mi primer año de guardia transcurriría sin pena ni gloria. Y sin embargo, en la tierra de los volcanes aprendí a jugar con fuego; me hice adicto al café y a otras sustancias poco recomendables; encontré una indulgencia para unos pecados que aún no había cometido y sellé besos prohibidos, de esos que abrasan, de esos capaces de destrozar el baremo de la intensidad. Sentí todas las emociones, incluso las más terribles, incluso las que no se pueden imaginar.

CAPÍTULO 1


Estás en mi punto de mira, puedo verte. Eres inocente, pero aún así te enviaré con el diablo. Nadie está a salvo de un disparo perfecto.


Recorrí media España al volante de mi viejo Cabrio descapotable azul para acabar estacionándolo en el interior de la gran panza del buque que me trasladaría directamente a Lanzarote. Tras dos jornadas de narcótico trayecto marítimo conseguí divisar, desolado, aquel poema de lava petrificada, todo silencio y roca, que constituiría mi hogar durante no menos de un año.
El cielo estaba tan encapotado como en aquel ya lejano día en que se extinguieron los dinosaurios por culpa de un pedrusco de proporciones bíblicas. Sentí ganas de llorar. Un grupo de acrobáticos calderones acompañaba al buque mientras éste se disponía a atracar tiernamente en el muelle de Puerto de los Mármoles. Durante la larga media hora de maniobras de atraque me sentí asolado por una inmensa tristeza, pues los atraques siempre me producen la misma sensación. Supuse que estaría relacionado con la incertidumbre frente a un cambio de estado. En medio de esta operación, arrullado por el ligero balanceo del barco, volví a intentar analizar que extraños designios me habían traído hasta allí.

Me llamo Daniel Laredo Casal. Nací en Carabanchel. Una vez, cuando tenía quince años, mi foto salió en el periódico, en la esquina superior de las páginas centrales, a punto de tomar la salida en alguna carrera atlética cuyo nombre no puedo recordar y en la que acabé de los últimos. Aún conservo el recorte amarillento, y con esto quiero decir que nunca he destacado en ninguna faceta en particular. De chaval vestía bastante tenebroso, me dejaba barba, largas greñas, participaba en manifas, hacía cortes de mangas a los políticos, conjuraba al diablo y huía de la policía por las calles de Madrid cuando intentaban confiscarnos los porros que fumábamos casi a diario. La gente como yo, cuando llega a cierta edad, tiene tendencia a suicidarse en alcohol, lo que por desgracia no siempre significa una muerte rápida. Antes de eso decidí pasar por el Ejército, donde llevé a cabo importantes servicios a la patria en forma de interminables horas de desfiles, cientos de guardias y miles de kilómetros de carrera. Seis años después, decidí probar suerte en la Benemérita.
No puedo decir que lo mío haya sido vocación. En el Ejército te presentas a todo lo que sale, al título de FP 1 de electricidad y mecánica; a cualquier carnet gratuito que pueda adornar tu expediente; al curso de pintor que ofrece el Coronel cuando su residencia necesita una mano de pintura, o al de cocina cuando el cantinero requiere mano de obra barata. Por eso me presenté a las pruebas de la Guardia Civil antes incluso de saber si iban vestidos de azul, verde o marrón. Por desgracia, aprobé. Si hubiera suspendido, habría acatado entre resacas y efluvios aquel más que probable destino de morir suicidado en alcohol, pero mi uniforme verde me convertiría en un imán para las balas garantizándome, a su vez, un cadáver más joven.

El periodo de siete meses de academia de la Guardia Civil en Baeza −Jaén− se marcó a fuego en algún lugar peligroso de mi cabeza. Aún sentía las piernas de acero de hacer cuclillas en las letrinas turcas, aún recordaba la proeza de la ducha diaria con menos de diez segundos de agua, aún sentía el olor a queroseno, cemento y olivo, aún silbaba el homenaje a los caídos al atardecer y entonaba el himno al despertar, aún sentía el impulso de salir corriendo a la plaza de armas a la voz de «a formar», con ese ligero síndrome de Estocolmo, ese aire licenciado y licencioso, ese leve sentido del deber que nos implantan en el cerebro, y que en algunos se convierte en una pequeña caja registradora. Tras un periodo lectivo redondo conseguí acabar en el puesto noventa y siete de entre los más de dos mil aspirantes que rellenaron el formulario de admisión a las pruebas, lo que no estaba nada mal. Suficiente para conseguir un buen destino, pensé. Y sin embargo…
A Lanzarote. Un año de mi vida.
Cuando descubres en el Boletín Oficial que te han destinado en Lanzarote, territorio desconocido para más del noventa por ciento de los españoles, una isla que alguien olvidó retirar del fuego, por unos instantes piensas que debe tratarse de una broma. Sin embargo, no había contado con los factores «milicia» y «enchufe». Pensé que al ingresar en el cuerpo dejaba atrás el Ejército y todas aquellas deleznables prácticas abusivas, pero resultaba evidente que la Guardia Civil no dejaba de ser parte del Ejército.

La humedad del Atlántico me produjo un escalofrío. Oteé el panorama en todas direcciones, oscuro como alma del diablo, y nuevamente sentí ganas de llorar. En mi interior rebullía una insondable impotencia ante el incierto destino que aquellos burócratas con estrellas y medallas de mierda me habían impuesto, acostumbrados como estaban a jugar con las personas como si fueran peones.
«No te agobies, Lanzarote no está mal para un soltero. Un año solamente, con los conejos, las cabras y los canguros. Seguro que al final te acaba gustando y terminas por instalarte definitivamente».
Me tranquilizó Dieguito Talavera, un amigo del barrio que aún sigue conjurando al diablo, participando en manifas y huyendo delante de la policía.
Descendí a tierra acompañado únicamente por mi viejo Cabrio azul, una mochila llena de carencias policiales y una vacante en el colchón. Con todo ello me dirigí a la casa de alquiler que había apalabrado telefónicamente por un precio medianamente asequible.
Durante el trayecto me hice una composición de lugar más exacta de mi nueva patria.
Lanzarote es una isla volcánica formada por la solidificación de la sangre del infierno. Me consta que existen otras teorías más conservadoras, pero ésta es la que me gusta a mí. Para no perder tiempo en descripciones, diré que en Lanzarote hay tres tipos de paisajes: árido, extremadamente árido, y volcánico. También hay tres tipos de temperatura: cálida, desértica, y erupción volcánica. El color negro y un puñado de tonalidades de marrón pistacho se suceden latitud tras latitud para pincelar sus relieves macabros y paisajes entre volcánicos y lunares. Puede que mis apreciaciones no sean las más científicas, pero no están nada mal para un hombre que acabaría abrasado por dentro y por fuera.


DANIEL Y VALERIA SE VEN POR PRIMERA VEZ

De regreso de los juzgados, Edmundo iba al volante y se detuvo en un semáforo a la altura del periódico Diario de Lanzarote. Cuando reemprendió la marcha pasamos por su lado, a sólo unos metros de distancia. Yo iba de copiloto y ella revisaba la pantalla digital de su teléfono móvil. La primera vez que se cruzaba en mi vida, y no sería la última. Hasta ese momento, toda mi vida se había desarrollado en un escenario de total oscuridad. De repente mis párpados se abrieron por vez primera, y allí estaba ella. La primera luz.
Llevaba suelto su largo cabello entre rubio y miel y sus finos mechones, ingrávidos juguetes para el viento, se cruzaban a su frente como las serpientes de Medusa acariciaban el rostro de la criatura. Cuando detectó el coche, éste pareció llamar su atención. Debía tener veintisiete o veintiocho años, la primavera de la belleza. Sólo fue un segundo, o dos, pero afortunadamente el tiempo se detuvo a mi voluntad y pude seguir deleitándome, embelesado, con cada detalle, con cada pliegue... Tenía ese tipo de apariencia habitualmente ligada a una seductora personalidad y a una refinada inteligencia, el grado sumo del erotismo. Los acontecimientos se encargarían de darme la razón.
Vestía de forma insinuantemente formal con un conjunto de pantalón recto beige que se ajustaba sin estirarse, jersey ligero de color crema, de media manga y cuello de pico, dos centímetros y medio de cortesía de escote bronceado, y vientre ultraplano que, supuse, ocultaba unas tonificadas abdominales. Ascendiendo desde ese punto enfoqué mi pliegue favorito, el que de repente se sobredimensionaba a la altura de sus pechos, una aristocrática noventa y cinco, calculé. Una silueta perfecta dotada con todo lo deseable, vestida para combatir los rigores del verano sin descuidar la imagen profesional, con el toque justo, casi imperceptible, de atracción fatal.
Su estructura facial no era un hecho aislado entre la población local. En su momento un compañero me contó que, según el destacado ingeniero militar Leonardo Torriani, quien hizo las veces de historiador en mil quinientos noventa y uno, tres cuartas partes de la población de Lanzarote la formaban moriscos −esclavos cautivados en Berbería para repoblar la isla tras las pestes y hambrunas− o descendientes de estos con los naturales. Esta consideración seudohistórica podía explicar ese punto exótico en la fisonomía de una parte de sus habitantes contemporáneos y la extraordinaria belleza de la mujer lanzaroteña, fruto de la hibridación de culturas. Aunque aún no lo sabía, esa desconocida entraría en mi vida como un hierro candente penetra en un mazacote de margarina.
Aquella graciosa nariz egipcia, aquellos ojos ambarinos de mirada clara, aquellos pómulos angulosos y aquellos hoyuelos hacían que las miradas se quedaran pegadas a su rostro. Entre sus labios carnosos y sugerentes, aún no sabía si operados o naturales, se entreveía una hilera de níveas piezas dentales con una separación entre los incisivos casi imperceptible, quizá reminiscencia de aquella hibridación cultural que mencionaba Torriani. Aparentemente no llevaba maquillaje, y no parecía necesitarlo. Su tez clara estaba regada con diminutas pecas de un tenue naranja, aunque el resto de su piel delataba el bronceado típico de los isleños adictos al mar.
Sin pretender explotar un físico agraciado, sin duda producto del ejercicio y la privación de lípidos, podría decirse que, hasta cierto punto, pasaba desapercibida. Huelga decir que me quedé atrapado en la tela de araña de su rostro y figura, o de lo contrario ya me habría salido de estas líneas. Aquella mujer no era de las que necesitaban enseñar toneladas de carne bajo exiguas minifaldas y atrevidos sujetadores, sino que manejaba estrategias más sutiles que la simple y bruta exhibición carnal. Recopilé aquella ingente cantidad de datos en tan solo un instante, el que transcurrió mientras la recorrí con la mirada y retiré mis gafas de sol para captar una duradera fotografía mental. En ese preciso instante caí en la cuenta de que ella también me observaba a mí. Existió sincronización visual durante algo más de un segundo.
Su firme e intensa mirada me hizo pensar que si en lugar de ir sentado en un coche de la Guardia Civil me la hubiera encontrado de frente, sin lugar a dudas hubiera apartado la mirada. La admiré, la deseé y seguí incurriendo en las otras licencias del bajo instinto permitidas en la distancia…, hasta que mi compañero interrumpió mis indecentes pensamientos.
−Es demasiado para ti −sentenció.
−¡Pero qué labios...! ¿Sabes quién es? −pregunté con entusiasmo mientras saboreaba el último vistazo por el espejo retrovisor.
−Pues sí. −Suspiró−. ¿Está buena, eh? Se llama Valeria no se qué, tengo memoria fotográfica para los bombones. Trabaja en el Diario de Lanzarote. Creo que ha estado estudiando en la península, lo digo porque llevo cuatro años en la isla y sólo hace unos meses que sé de ella. De todas formas sólo la he visto en un par de ocasiones, en alguna discoteca pija, codeándose con la flor y nata de Lanzarote. La nobleza, famosillos, políticos, etc. No sé si tendrá novio, pero no creo que le interesen los guardias, aunque ya me gustaría a mí… La pondría mirando a La Meca y la dejaría temblando.
Presumió.

DANIEL Y VALERIA SE CONOCEN

Paseaba sin rumbo por la discoteca a punto de pedir otra copa, cuando de repente la vi en un reservado. Estaba rodeada de mujeres igualmente esculturales y de hombres enchaquetados que le prestaban, a mi modo de ver, demasiadas atenciones. Era aquella Valeria que ya en su momento describí, aunque en la zona VIP de la discoteca iba arreglada de forma aún más seductora. Llevaba pantalón claro y un top rojo sangre, sin mangas, anudado al cuello y ajustado al talle.
Ladeó la cabeza de forma imperceptible, pero lo suficiente como para que mi cara entrara en su campo de visión. Un segundo después desatendió con cierta brusquedad a su corte de admiradores y comenzó a andar en mi dirección con la cabeza alta y la mirada más firme que he tenido que sostener a lo largo de mi vida. Sentí la tentación de apartar los ojos y escabullirme a la desesperada, pero resistí y, a duras penas, mantuve el contacto visual. Sus pasos parecían retumbar en mi cerebro como los de un gorila galopando por los pasillos de una catedral desierta. Visualicé la raya de su pelo dibujada a izquierda cuya línea divisoria permitía ver la claridad de su pálida piel bajo un cabello perfectamente recogido y estirado, de forma que se ajustaba como un guante sobre su cabeza.
Ello me permitió disfrutar de la visión de su cuello de cisne y las ligeras inserciones musculares de sus hombros sin mácula. Sin tacones podría medir cinco centímetros menos que yo, seguramente no llegaría a sesenta kilos, pero cuando se detuvo frente a mí, sentí la intensidad de su presencia. Me miró fijamente como el espalda plateada escruta al más joven y débil gorila de la manada y me sentí avergonzado por no sé qué extraño motivo. Aquellos labios carnosos, aquellos perfiles angulosos, aquellos hoyuelos, aquella seguridad en sus ojos resultaban aún más imponentes en la distancia corta. Y además, parecía no haber tomado ni una copa. Consideré injusto encontrarme frente a aquella lujuriosa aparición justo después de tantas horas compartiendo velada con media docena de aspirantes a alcohólicos anónimos de anodinas conversaciones. Sinceramente, cuando por fin mis más recientes sueños eróticos se encarnaron a pocos centímetros de distancia, deseé que me tragara la tierra. ¡Qué solo me sentía sin mi uniforme, sin mis gafas de sol, sin mi sobriedad! «La vida es una mentira», pensé.
−Te conozco −dije yo, intentando apoderarme de cierto grado de iniciativa.
Ella me miró con seriedad, frunciendo ligeramente el ceño.
−Claro que me conoces. Tienes mis piernas grabadas en tu frente.
El pánico me embargó. ¿Acaso me leía la mente?
−¿Qué…? ¿Cómo? −Balbuceé.
Me toqué la frente para averiguar en qué dirección derivaba aquella especie de metáfora. Ella se rió sorprendida, aparentemente, por mi candidez. Me fijé en que cuando se reía se le arrugaba la nariz de una forma muy graciosa, en los surcos retráctiles de su carnoso labio inferior que redoblaban su atractivo animal y en su suave y dulce acento canario.
−Es una broma. Quería decir que me miraste tan fijamente aquella vez, que hasta me asusté.
−¿Estás segura de que no me confundes con otro?
−Pues sí, a no ser que tengas un hermano gemelo destinado en Costa Teguise que hace una semana me radiografió hasta el tanga cuando salía del periódico. ¿Creíste que no me di cuenta? Una de dos, o sospechaste de mí, o me estabas imaginado desnuda.
−Por dios −me hice el ofendido−, cuanta brusquedad y desconfianza. Pudo ser por cualquier otra cosa.
−Mmmh −adoptó una pose pensativa−. Me he mirado en el espejo y no, no creo que fuera cualquier otra cosa.
−Eres muy humilde.
−Por favor. No me pidas humildad con las horas que dedico a cultivar este cuerpo para que los guardias de la isla tengan donde mirar. Pero te pido perdón si te estoy asustando. Me expreso muy naturalmente, si alguien me cae bien, claro. ¿Qué te parece si nos presentamos antes de que vuelvas a mirarme las tetas?
−¡Eh, que yo no…!
Intenté fingir que aquello era imposible, pero por desgracia los ojos son como niños y no podía asegurar tal cosa.
−¡Ay, que se lo tengo que explicar todo!
Gesticuló riéndose y alargando la primera o del «todo». El tono de su voz, además de suave y dulce, tan característico en las islas, estaba dotado de una traviesa musiquilla muy personal que la hacía irresistible, sobre todo para un madrileño cerrado como yo. No había mentido. La primera vez que la vi no la imaginé desnuda. Desnuda la estaba imaginando en ese momento, mientras echaba la cabeza hacia atrás al tiempo que se reía de mí de una forma tan natural. La primera vez me limité únicamente a enamorarme.
−Me llamo Daniel.
−Y yo Valeria, Valeria Bethencourt. Encantada.
Estreché con formalidad la mano que me ofreció, como si se tratara de una entrevista de trabajo. Su piel era muy cálida y su tacto firme contrastaba con mi temblorosa mano, por los pulsos que se me disparaban.
−Ya sabía tu nombre, y que eras periodista. Me lo dijo el compañero que tenía aquel día.
−Mm, ¿y cómo se llama ese compañero?
−Edmundo.
Hizo un mohín con los labios, sin ocultar cierta preocupación.
−Comprenderás que me preocupe por la información que puedas obtener en base a tu profesión. Existe una ley de protección de datos, así que espero no enterarme de que me has buscado en tu ordenador. Eso queda reflejado, y yo tengo mis contactos.
−No te preocupes por eso. Y por cierto, lo que pensé cuando te vi por primera vez fue que, con seguridad, eras algo más recatada y seria de lo que estoy viendo, teniendo en cuenta tu profesión y todo eso.
−Ni antes era tan recatada, ni ahora soy una pilingui. Me expreso con mucha corrección cuando es necesario, pero tú eres un verdito, y acostumbro a situarme al nivel de mi interlocutor.
−Aún no sabes cuál es mi nivel.
−Claro que lo sé. Y eso me gusta, porque en realidad soy una cachonda mental. Pero vuelvo a repetirte que si te parezco violenta, me disculpo y me marcho por donde mismo vine.
Puso cara de arrepentimiento. En ese momento me fijé en algo que, exagerando mucho, podría calificarse de imperfección física. Una ligera separación de sus orejas respecto al cráneo. Resultaba casi imperceptible y no menguaba ni un ápice su atractivo, pero le daba un aspecto de soplillo que podría utilizar en mi defensa si fuera necesario, dada su afición a las estocadas de ironía.
−No, no, aún no me has caído del todo mal. Creo que puedo acostumbrarme a tus muestras de hostilidad.
Se deshizo de su fingida pose de arrepentimiento y siguió dominando la situación con manifiesta altivez:
−Claro que puedes acostumbrarte. ¿Has venido solo?
−Pues sí. Salí con los colegas del puesto, dejé al último en el taxi y me he quedado yo solo. Pero no quería irme a dormir tan pronto. Padezco de insomnio.
−Lo entiendo perfectamente. Eres de esos que tienen insomnio todas las noches del fin de semana, y fines de semana de siete días.
−Sí, exacto. ¿Radiografías cerebros?
−Y de esos que no tienen en casa a nadie que les ate a la cama o les acompañe a salir.
En ese momento me hice ilusiones y quise pensar que, de forma indirecta, me estaba preguntando si tenía novia.

NUEVA ESCENA ENTRE DANIEL Y VALERIA

Una vez alejado del ruido infernal me senté en el interior del coche y esperé. Me sentía inseguro. Más bien estaba atacado de inseguridad, pero ella cumplió con su palabra. Tendría que aprender a no ser tan desconfiado. Abrió la portezuela y sus redondeadas curvas se acoplaron sobre mi humilde asiento de copiloto, a pocos centímetros de mí. Sentí su perfume taladrando en alguna parte de mi subconsciente, puede que haciendo añicos aquella área consagrada a la sensatez. Edmundo se tendría que tragar sus palabras. Pero ella pareció leerme la mente.
−Hazme un favor, no le digas a nadie que me conoces, no le hables a nadie de mí. Esta isla es muy pequeña y no quiero que nadie se entere de que me he ido contigo.
−No te preocupes. No estamos haciendo nada malo. Solo charlar, no es para tanto.
Mentí.
−Prométemelo.
−Te lo prometo. Como tú has dicho, no nos conocemos. Por cierto, ahora que ya no te puedes escapar, tengo que preguntártelo, como agente de la ley: ¿No te parece peligroso subirte al coche de un desconocido?
−Un poco, pero todas las cosas divertidas comienzan de la misma manera, asumiendo riesgos. Por otro lado tú también asumes riesgos subiendo a tu coche a una desconocida que podría ser una asesina o una desequilibrada.
−No es lo mismo, yo soy un hombre y no tengo porqué temer de una mujer.
−Eso se llama valor −añadió sonriendo.
Pasados escasos cien metros desde que salimos del aparcamiento comenzó a mirar hacia atrás, hacia los lados y, sobre todo, hacia mí. Parecía intranquila.
−Para. −Ordenó.
Detuve el coche en una isleta y se bajó apresuradamente. Pensé que tendría ganas de vomitar o…
−Baja −volvió a ordenar abriendo la puerta de mi lado desde el exterior−. Conduzco yo. No quiero que te paren tus compañeros y les jodas el aparatito. Qué luego te echan del curro y no quiero cargar con eso en mi conciencia.
Mostró tal autoridad que me sentí obligado a cederle los mandos. Sería una buena agente de la ley, seguramente, y además no bebía. Tenía razón, de todas formas. Intercambiamos los asientos y le iba a decir cómo iban las marchas, pero ella ya parecía dominar el mecanismo del modelo de coche.
−Veo que has conducido otros Cabrios.
−He conducido vehículos de todo tipo, tengo todos los carnets. A ver, que tienes aquí. Oh, ya veo, tecnología medieval.
Localizó una cinta junto a la palanca de cambios y la introdujo en el radiocasete.
−Es una vieja recopilación de mis canciones favoritas −le expliqué.
Los seis altavoces filtraron las primeras notas de la primera canción: The Winner Takes It All.
−El ganador se lo lleva todo. Es de ABBA −aclaré mientras sonaban los primeros acordes de piano−. Espero que te guste.
Durante un segundo me clavó la mirada con los ojos muy abiertos, como si estuviera descubriendo algo insólito en ese preciso instante. Quizá también estuviera entre sus favoritas. Luego sonrió levemente. No solo era la mujer más guapa que había conocido, sino que además había algo en su sonrisa, ingenua y calculadora, que me fascinaba más allá de lo racional. Tardó poco en canturrear con naturalidad, como si estuviera sola, los primeros compases mientras salíamos de la capital y nos adentrábamos en el oscuro corazón de la isla de los volcanes. Su voz cubrió el silencio con un manto de afinada armonía. No sólo conocía la canción, sino que además modulaba como los ángeles, no podía ser de otra forma. Pronto se metió en el papel y cantó con todo el sentimiento que requería aquella pequeña historia de desamor, siguiendo el volumen original y con un perfecto acento inglés. Era de agradecer, pues dominaba su voz como una profesional, dulce y triste, dulce y cautivadora. No pude evitar un leve suspiro de emoción. En determinado momento desconecté la radio para comprobar hasta qué punto estaba familiarizada con la letra, pero como si no hubiera hecho nada. Siguió cantando sola. Se me puso la piel de gallina. Me enamoré más. Te quiero, pensé.
−Te quiero −dije.
Mierda.
Ella sonrió de forma espontánea, mostrando su resplandeciente dentadura y fue como un relámpago que iluminaba el interior del vehículo.
−Lo sé −me replicó con suficiencia.
−¿Adónde me llevas?
−A un sitio tranquilo, donde nadie pueda molestarnos, y cuando nos hayamos amado, dormiremos. Y al día siguiente no recordaremos nada, y mañana volverá a ser ayer.
−¿En serio? −Me ilusioné.
−En serio no, tonto −exclamó divertida.
Seguimos circulando en completo silencio, y cuando ella miraba hacia mi lado para comprobar que seguía estando ahí, nuestras miradas se encontraban enigmáticamente, como las de los desconocidos que en realidad éramos. Quise creer que ambos disfrutábamos con intensidad de aquella delirante situación que podría conducir a cualquier desenlace imprevisible. En esos momentos, aunque sabía que no habría sexo entre nosotros, sentí que era el silencio sepulcral más excitante que había escuchado jamás. Si hubiera tenido que solicitar nuevamente mi destino tras acabar la academia, habría vuelto a elegir Lanzarote, sin dudarlo, para disfrutar nuevamente de ese trayecto, porque en ningún lugar del mundo hubiera conocido a una mujer tan divertida y natural, con tanta personalidad, tan digna de ser admirada por sus virtudes y sus defectos, como Valeria.
Recorrimos a toda velocidad las despejadas carreteras oscuras de doble sentido que conducían a la brillante playa de Famara, al noroeste de la isla. Hubiera deseado que algunas farolas iluminaran nuestro camino, pero ella manejaba con extraordinaria soltura y parecía capaz de orientarse incluso con los ojos cerrados. Me sentía completamente seguro. Me encontró pensativo examinando a través del cristal el oscuro y extremadamente árido paisaje.
−¿Te gusta mi pequeña isla? −preguntó con interés.
−¿Qué si me gusta Lanzarote?
Pensé en los verdes paisajes de Madrid, las montañas, los ríos y lagos, los árboles, bosques y en la luz eléctrica en las carreteras de la que carecía aquel rincón.
−Sí, es preciosa. Es lo más bonito que ha creado el diablo.
Afirmé pensativo, a sottovoce, a sabiendas de que, pasara lo que pasara, a partir de ese momento relacionaría aquel panorama volcánico, el magnetismo que desprendía su interior, con el fuego de sus labios y los distintos tonos de miel de su cabello.
«Me gusta porque estás tú». −Pensé.
El relámpago volvió a emerger desde el interior de su imponente boca de fresa, evidentemente orgullosa de las peculiaridades de su tierra.
−Es cuestión de acostumbrarse. A nosotros nos gusta decir que la naturaleza nos ha dotado de un buen apagafuegos. Tenemos una de las tasas de incendio forestal más bajas del mundo −añadió con ironía.
−No lo pongo en duda. −Apunté señalando el paisaje lunar que nos rodeaba.
Valeria seguía cruzando la isla de lado a lado, y decidió, como buena anfitriona entretenerme con una pequeña leyenda.
−Cuentan los lugareños que, en 1730, el diablo se empeñó en la extravagante tarea de componer un poema de lava sobre la superficie de la isla de Lanzarote, y que en esta labor dedicó seis años de su vida. En lugar de una firma, dejó a aquella tierra preñada de fuego, para que nadie olvidara con que pincel bosquejó su creación. Aquel poema se llamó Timanfaya, y no hubo humano alguno capaz de igualar la capacidad destructiva de su imaginación.
−Desde luego hay que tener imaginación para definirlo así −opiné.
Volvió a sonreír.
−Y también dicen que quedó tan satisfecho de su obra, que decidió convertirla en la entrada principal de su infierno, y que desde entonces duerme en su interior, despertando sólo en ocasiones para salir a pasear con forma humana y sembrar el terror, y nadie es capaz de diferenciarlo de un ángel.

PRINCIPIO DEL ÚLTIMO CAPÍTULO

Daniel Laredo tomó el último barco del día y veinte minutos después estaba atracando en el pequeño muelle de la isla de La Graciosa. Lo habitual era encontrar un mar embravecido, pero no ese día. Llegó a puerto dentro del horario establecido, sin mareos. Viajaba solo, con una mochila pesada que cargaba innumerables recuerdos y una botella de alcohol. Habitualmente, el viento en aquella isla podría clasificarse en tres categorías: fuerte, huracanado y enloquecedor, y sin embargo, el mar y el aire permanecían extrañamente quedos aquella tarde noche de muerte en La Graciosa.
Encontró a la primera la pensión El Retiro, en la cual Valeria solía alojarse para pensar en soledad.
Había llamado tres días antes para reservar habitación. El recepcionista que le atendió le dijo que todas las habitaciones estaban reservadas, excepto una, la más cara, con excelentes vistas. Perfecto. Ella siempre ocupaba una habitación con vistas al Rio. Aquel era su propósito, viajar hasta allí como había prometido y purgar sus demonios, exorcizarse del sabor de su piel salada, recordarla por última vez y enterrar definitivamente su venenoso recuerdo bajo aquellas arenas rubias.
Entró en el rústico vestíbulo y le atendió un hombre de unos ochenta años, enjuto pero saludable. Llevaba una pipa apagada en la boca, como si formara parte de su indumentaria. Por el fuerte acento y la voz quebrada, dedujo que también fue la persona que le atendió por teléfono. Vestía pantalones vaqueros, una raída camisa a cuadros blancos y rojos y llevaba en la cabeza el sombrero tradicional de los gracioseros, una prenda de paja encintada con un lazo negro y las anchas alas llamativamente caídas para protegerse de la arena y el fuerte viento de la isla. Pagó tres días por adelantado, recibió la llave y subió las escaleras en silencio y con la mente en blanco. Ya tendría tiempo para pensar. El cuarto era sencillo: pequeño dormitorio, cuarto de baño y cocina de supervivencia. Contaba con cama, mesa de noche y un pequeño mueble que servía de soporte para una vieja televisión con culo y canal satélite.
Miró a través del amplio ventanal sin cortinas situado junto a la puerta y contempló, a lo lejos, la silueta de la isla de Lanzarote. Mal lugar para olvidar, pero bueno para flagelarse con su imagen aun reciente en los ojos, con su sabor aún reciente en los labios. No sabía ni cuando, ni donde, pero sucedió lo inevitable. Se marchó. Un millón de orgasmos desaparecieron de su vida para no volver, para ocultarse en algún lugar que jamás estaría a su alcance, como había sido siempre. Por fin se disponía a aceptar aquella triste realidad. Se acercó demasiado al fuego y acabó quemándose, por iniciativa propia. Sintió que le habían abandonado los verdaderos besos, las verdaderas lágrimas. Llegarían otras, pero no tendrían el mismo dulce sabor, ni sentiría la misma intensidad. Vivir ya no sería lo mismo sin sus sonrisas, sin las juguetonas sinuosidades de su voz, sin sus cariñosas e hirientes bromas, sin el calor sincero de su piel.
Sintió que el tiempo se desgarró, que se partió en dos mitades. Valeria Bethencourt quedó en un lugar, y él en el extremo opuesto del nuevo universo que se había formado, un universo en el que nunca, de ninguna forma, estarían juntos. No importaba, no era el fin del mundo. Y ella encontraría otro juguete, era seguro, ningún problema. El mundo sigue.
Estaba oscureciendo, así que salió a tomar algo en la única discoteca con que contaba la pequeña isla. Daniel transitó aquellas carreteras de arenas doradas con la certeza de que no se perdería, pues las dimensiones locales no exigían ningún minucioso mapa. Entró en la discoteca, eligió una butaca de la barra junto a la caja registradora y fue atendido por una atractiva camarera morena de amplia sonrisa.
−Hola guapo, ¿qué quieres tomar?
−¿Tienes algo para olvidar?
Ella sonrió.
−¿Te valgo yo?
Cuando la chica acabó el turno, alrededor de las dos, ambos marcharon abrazados hacia la pensión. A aquellas horas ya no quedaba un alma por las calles de La Graciosa. Parecía una tumba salada que incluso alcanzaba para dar miedo. Daniel Laredo sólo podía escuchar el rumor de las olas en la distancia, la presión de los oídos producto de la incipiente borrachera y los besos que ambos se intercambiaban de tanto en tanto. El hombre del sombrero y la pipa seguía en la misma posición, como si no necesitara dormir. No puso impedimentos a la entrada de su invitada.
Aquella noche bajo las sábanas supo que las recetas para olvidar no alcanzaban ni para suavizar los síntomas. Hora y media más tarde ella se marchó y le dejó solo, como cuando estaba acompañado. Sacó la botella de su mochila y un paquete de vasos de plástico. No necesitaba hielo, ni vasos de cristal, sólo la sustancia oscura que tenía la capacidad de ensombrecer los recuerdos.

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2 comentarios:

  1. Ahhhhhhhhhh... me encanto, ya la leí toda... y super la recomiendo y lo felicito, muy bien desarrollada y con un aroma delicioso... me gusto

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    1. Gracias por tu opinión. Si me dejas tu correo en leugim30sj@gmail.com con gusto te enviaré la segunda parte cuando esté terminada (dentro de un año), que será mucho más cañera, y gratis, por supuesto.
      Saludos

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