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Sobre Escritor en Blanco

Blog literario de Miguel Falcón.

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La Leyenda de Timanfaya


La Leyenda de Timanfaya
Fragmento de la novela Todos los Últimos Deseos


Localizó una cinta junto a la palanca de cambios y la introdujo en el radiocasete.



–Sólo es una vieja recopilación de mis canciones favoritas –aclaré.


Los seis altavoces filtraron las primeras notas de la primera canción: The Winner Takes It All.


–Es de ABBA −le aclaré mientras sonaban los primeros acordes de piano−. Espero que te guste.


Durante un segundo me clavó la mirada con los ojos muy abiertos, como si descubriera algo insólito. Quizá también estuviera entre sus favoritas. Luego sonrió levemente. No solo era la mujer más guapa que había conocido, sino que además había algo en su sonrisa, ingenua y calculadora, que me fascinaba más allá de lo racional. Tardó poco en canturrear con naturalidad, como si estuviera sola, los primeros compases mientras salíamos de la capital y nos adentrábamos en el oscuro corazón de la isla de los volcanes. No sólo conocía la canción, sino que además modulaba como los ángeles, no podía ser de otra forma. Pronto se metió en el papel y cantó con todo el sentimiento que requería aquella pequeña historia de desamor, siguiendo el volumen original y con un perfecto acento inglés. Era de agradecer, pues dominaba su voz como una profesional, dulce y triste, dulce y cautivadora. No pude evitar un leve suspiro de emoción. En determinado momento desconecté la radio para comprobar hasta qué punto estaba familiarizada con la letra, pero como si no hubiera hecho nada. Siguió cantando sola. Se me puso la piel de gallina. Me enamoré más. Te quiero, pensé.


−Te quiero –dije.


Mierda.


Ella sonrió de forma espontánea, mostrando su resplandeciente dentadura y fue como un relámpago que iluminaba el interior del vehículo.


−Lo sé –me replicó con suficiencia.


−¿Adónde me llevas?


−A un sitio tranquilo, donde nadie pueda molestarnos, y cuando nos hayamos amado, dormiremos. Y al día siguiente no recordaremos nada, y mañana volverá a ser ayer.


−¿En serio? –Me ilusioné.


−En serio no, tonto –exclamó divertida.


Seguimos circulando en completo silencio, y cuando ella miraba hacia mi lado para comprobar que seguía estando ahí, nuestras miradas se encontraban enigmáticamente, como las de los desconocidos que en realidad éramos. Quise creer que ambos disfrutábamos con intensidad de aquella delirante situación que podría conducir a cualquier desenlace imprevisible. En esos momentos, aunque sabía que no habría sexo entre nosotros, sentí que era el silencio sepulcral más excitante que había escuchado jamás. Si hubiera tenido que solicitar nuevamente mi destino tras acabar la academia, habría vuelto a elegir Lanzarote, sin dudarlo, para disfrutar nuevamente de ese trayecto, porque en ningún lugar del mundo hubiera conocido a una mujer tan divertida y natural, con tanta personalidad, tan digna de ser admirada por sus virtudes y sus defectos, como Valeria.


Recorrimos a toda velocidad las despejadas carreteras oscuras de doble sentido que conducían a la brillante playa de Famara, al noroeste de la isla. Hubiera deseado que algunas farolas iluminaran nuestro camino, pero ella manejaba con extraordinaria soltura y parecía capaz de orientarse incluso con los ojos cerrados. Me sentía completamente seguro. Me encontró pensativo examinando a través del cristal el oscuro y extremadamente árido paisaje.


−¿Te gusta mi pequeña isla? –preguntó con interés.


−¿Qué si me gusta Lanzarote?


Pensé en los verdes paisajes de Madrid, las montañas, los ríos y lagos, los árboles, bosques y en la luz eléctrica en las carreteras de la que carecía aquel rincón.


−Sí, es preciosa. Es lo más bonito que ha creado el diablo.


Afirmé pensativo, a sottovoce, a sabiendas de que, pasara lo que pasara, a partir de ese momento relacionaría aquel panorama volcánico, el magnetismo que desprendía su interior, con el fuego de sus labios y los distintos tonos de miel de su cabello.


«Me gusta porque estás tú». –Pensé.


El relámpago volvió a emerger desde el interior de su imponente boca de fresa, evidentemente orgullosa de las peculiaridades de su tierra.


−Es cuestión de acostumbrarse. A nosotros nos gusta decir que la naturaleza nos ha dotado de un buen apagafuegos. Tenemos una de las tasas de incendio forestal más bajas del mundo –añadió con ironía.


−No lo pongo en duda. –Apunté señalando el paisaje lunar que nos rodeaba.


Valeria seguía cruzando la isla de lado a lado, y decidió, como buena anfitriona entretenerme con una pequeña leyenda.


–Cuentan los lugareños que, en 1730, el diablo se empeñó en la extravagante tarea de componer un poema de lava sobre la superficie de la isla de Lanzarote, y que en esta labor dedicó seis años de su vida. En lugar de una firma, dejó a aquella tierra preñada de fuego, para que nadie olvidara con que pincel bosquejó su creación. Aquel poema se llamó Timanfaya, y no hubo humano alguno capaz de igualar la capacidad destructiva de su imaginación.


−Desde luego hay que tener imaginación para definirlo así –opiné.


Volvió a sonreír.


–Y también dicen que quedó tan satisfecho de su obra, que decidió convertirla en la entrada principal de su infierno, y que desde entonces duerme en su interior, despertando sólo en ocasiones para salir a pasear con forma humana y sembrar el terror, y nadie es capaz de diferenciarlo de un ángel.


−Pues como se tope conmigo le leo los derechos y me lo llevo a patadas al calabozo.


−Ni se le ocurra, señor agente de la ley y el orden, que nos deja usted sin turismo. Hemos llegado. Supongo que ya habrás estado alguna vez en la playa de Famara.


−Unas cuantas veces. Pertenece a nuestra demarcación, recalificada no hace mucho –añadí recordando que la alcaldía de Cristo Viera también incluía la zona de Famara.


La playa de Famara resultaba espectacular por sus seis kilómetros de arena tostada regada de dunas y zocos, pero sobre todo por la impresionante presencia del escarpado Risco de Famara, a nuestra derecha. Era un lugar tan hermoso que hasta los suicidas lo elegían como puerta de acceso al otro lado.

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