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Sobre Escritor en Blanco

Blog literario de Miguel Falcón.

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Primera página de Todos los Últimos Deseos

Los siguientes párrafos pertenecen a las primeras paginas de la novela "Todos los Últimos Deseos" (también TLUD), que acabé de escribir a principios de año. Es mi mejor novela por el momento, y si no, que venga el diablo y me escupa en un ojo. Por el momento no puedo publicarla debido a que aún está participando en varios concursos literarios. Aunque las posibilidades de que mi obra salga premiada sean escasas, sobre todo porque los premios no suelen recaer en escritores desconocidos, cuasi noveles, debo atenerme a las reglas del juego y respetar las bases de los concursos (aunque a veces siento que mis novelas están secuestradas sin contraprestación alguna). Pero nada me impide seguir promocionándola durante estos meses y ofrecer la lectura de algunos párrafos selectos para darla a conocer e incluso para recibir sugerencias al respecto. Así pues, allá van Todos los Últimos Deseos.



Recorrí media España al volante de mi viejo Cabrio descapotable azul para acabar estacionándolo en el interior de la gran panza del buque que me trasladaría directamente a Lanzarote. Tras dos jornadas de narcótico trayecto marítimo conseguí divisar, desolado, aquel poema de lava petrificada, todo silencio y roca, que constituiría mi hogar durante no menos de un año.

El cielo estaba tan encapotado como en aquel ya lejano día en que se extinguieron los dinosaurios por culpa de un pedrusco de proporciones bíblicas. Sentí ganas de llorar. Un grupo de acrobáticos calderones acompañaba al buque mientras éste se disponía a atracar tiernamente en el muelle de Puerto de los Mármoles. Durante la larga media hora de maniobras de atraque me sentí asolado por una inmensa tristeza, pues los atraques siempre me producen la misma sensación. Supuse que estaría relacionado con la incertidumbre frente a un cambio de estado. En medio de esta operación, arrullado por el ligero balanceo del barco, volví a intentar analizar que extraños designios me habían traído hasta allí.

Me llamo Daniel Laredo Casal. Nací en Carabanchel. Una vez, cuando tenía quince años, mi foto salió en el periódico, en la esquina superior de las páginas centrales, a punto de tomar la salida en alguna carrera atlética cuyo nombre no puedo recordar y en la que acabé de los últimos. Aún conservo el recorte amarillento, y con esto quiero decir que nunca he destacado en ninguna faceta en particular. De chaval vestía bastante tenebroso, me dejaba barba, largas greñas, participaba en manifas, hacía cortes de mangas a los políticos, conjuraba al diablo y huía de la policía por las calles de Madrid cuando intentaban confiscarnos los porros que fumábamos casi a diario. La gente como yo, cuando llega a cierta edad, tiene tendencia a suicidarse en alcohol, lo que por desgracia no siempre significa una muerte rápida. Antes de eso decidí pasar por el Ejército, donde llevé a cabo importantes servicios a la patria en forma de interminables horas de desfiles, cientos de guardias y miles de kilómetros de carrera. Seis años después, decidí probar suerte en la Benemérita.

No puedo decir que lo mío haya sido vocación. En el Ejército te presentas a todo lo que sale, al título de FP 1 de electricidad y mecánica; a cualquier carnet gratuito que pueda adornar tu expediente; al curso de pintor que ofrece el Coronel cuando su residencia necesita una mano de pintura, o al de cocina cuando el cantinero requiere mano de obra barata. Por eso me presenté a las pruebas de la Guardia Civil antes incluso de saber si iban vestidos de azul, verde o marrón. Por desgracia, aprobé. Si hubiera suspendido, habría acatado entre resacas y efluvios aquel más que probable destino de morir suicidado en alcohol, pero mi uniforme verde me convertiría en un imán para las balas garantizándome, a su vez, un cadáver más joven.

El periodo de siete meses de academia de la Guardia Civil en Baeza –Jaén− se marcó a fuego en algún lugar peligroso de mi cabeza. Aún sentía las piernas de acero de hacer cuclillas en las letrinas turcas, aún recordaba la proeza de la ducha diaria con menos de diez segundos de agua, aún sentía el olor a queroseno, cemento y olivo, aún silbaba el homenaje a los caídos al atardecer y entonaba el himno al despertar, aún sentía el impulso de salir corriendo a la plaza de armas a la voz de «a formar», con ese ligero síndrome de Estocolmo, ese aire licenciado y licencioso, ese leve sentido del deber que nos implantan en el cerebro, y que en algunos se convierte en una pequeña caja registradora. Tras un periodo lectivo redondo conseguí acabar en el puesto noventa y siete de entre los más de dos mil aspirantes que rellenaron el formulario de admisión a las pruebas, lo que no estaba nada mal. Suficiente para conseguir un buen destino, pensé. Y sin embargo…

A Lanzarote. Un año de mi vida.

Cuando descubres en el Boletín Oficial que te han destinado en Lanzarote, territorio desconocido para más del noventa por ciento de los españoles, una isla que alguien olvidó retirar del fuego, por unos instantes piensas que debe tratarse de una broma. Sin embargo, no había contado con los factores «milicia» y «enchufe». Pensé que al ingresar en el cuerpo dejaba atrás el Ejército y todas aquellas deleznables prácticas abusivas, pero resultaba evidente que la Guardia Civil no dejaba de ser parte del Ejército.

La humedad del Atlántico me produjo un escalofrío. Oteé el panorama en todas direcciones, oscuro como alma del diablo, y nuevamente sentí ganas de llorar. En mi interior rebullía una insondable impotencia ante el incierto destino que aquellos burócratas con estrellas y medallas de mierda me habían impuesto, acostumbrados como estaban a jugar con las personas como si fueran peones.

«No te agobies, Lanzarote no está mal para un soltero. Un año solamente, con los conejos, las cabras y los canguros. Seguro que al final te acaba gustando y terminas por instalarte definitivamente».

Me tranquilizó Dieguito Talavera, un amigo del barrio que aún sigue conjurando al diablo, participando en manifas y huyendo delante de la policía.

Descendí a tierra acompañado únicamente por mi viejo Cabrio azul, una mochila llena de carencias policiales y una vacante en el colchón. Con todo ello me dirigí a la casa de alquiler que había apalabrado telefónicamente por un precio medianamente asequible.

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